domingo, 24 de febrero de 2008

El tiempo de justicia se hace Largo

Como casi todo el mundo, a René Largo Farías le gustaba celebrar su cumpleaños, pero él siempre se preocupaba de darle un toque especial. Siempre cultivó el gusto y la tradición por jugar con los números que motivaban los festejos. Contaba el escritor José Miguel Varas –su cuñado- que cuando el locutor cumplió 60 años en 1988 invitó a 60 personas a su recordada peña Chile Ríe y Canta; en otra ocasión hizo 25 regalos a la hija de Varas por su cumpleaños número 25 y así muchas sorpresas más como sacadas de un sombrero de mago.

El 2 de febrero pasado debía celebrar sus 80 años de vida. Quizás qué se le hubiese ocurrido. No lo sabremos jamás. Porque en plena democracia alguien truncó sus anhelos de justicia social, su férrea postura en defensa de la cultura nacional y latinoamericana, su desinteresada hospitalidad y su integridad a toda prueba. A partir de ese 12 de octubre de 1992, ese día en que la irracionalidad le ganó a la sensatez, ya nada fue igual para su familia y para esos miles de cantores populares que lo sentían como un verdadero padre.

Ese amargo día de primavera, en plena comuna de La Florida y muy cerca de su domicilio, ocurrió el crimen de René Largo Farías. Incansable defensor de la democracia y los derechos humanos; creador del movimiento cultural Chile Ríe y Canta en 1963, que contempló su programa en Radio Minería, giras de Arica a Punta Arenas con los artistas populares más reconocidos de aquella época y la famosa peña del mismo nombre, mantenida a puro ñeque junto a su esposa uruguaya María Cristina Zahyr; jefe de la Oficina de Informaciones y Radiodifusión de la Presidencia de la República (OIR) durante el gobierno de Allende, y tantas, tantas actividades más que desarrolló durante su polifacética forma de vivir. Inclusive fue una de las personas obligadas a abandonar La Moneda el mismo día del golpe militar con los brazos en alto, para luego asilarse en México donde siguió trabajando por enaltecer la cultura.

Por una doble razón, entonces, su hermana Iris Largo y su cuñado José Miguel Varas realizaron una convocatoria en la plaza que lleva el nombre de este nortino, locutor, animador, gestor cultural, compañero, amigo y anfitrión: una, para soplar las 80 velitas de su cumpleaños con guitarras y tonadas chilenas, y, otra, para pedir justicia después de 15 años. Esa justicia por la que tanto bregó aquí en Chile como en el exilio; la misma que se le ha negado a él y a su familia. Como hemos visto tan reiterativamente, la costumbre de echar tierrita para resolver los problemas se ha vuelto una institución a nivel nacional.

En el año 2005 se conoció una resolución judicial que inculpó a Luis Bahamondes Allende como autor del salvaje homicidio de René Largo Farías. Inexplicablemente esta persona no fue notificada durante dos años y sólo gracias a la abnegada gestión de su hermana Iris y José Miguel Varas, en noviembre de 2007, Bahamondes fue detenido. Sin embargo, la familia no está satisfecha con la sentencia. La nebulosa que rodea al caso da a entender, como señaló ayer el Premio Nacional de Literatura, que detrás del crimen hubo móviles políticos y –peor aún- que hubo participación de agentes del Estado. Gravísimo, considerando que los vientos de dictadura ya se habían disipado.

Ante la indiferencia masiva, en la calurosa mañana de ayer, ambos llamaron a multiplicar los clamores de justicia para una persona intachable, que siempre tuvo en la mira resguardar los valores más integrales del ser chileno y latinoamericano y que nunca abandonó los sueños por construir un mundo mejor.

No por nada su cumpleaños número 80 la pasó acompañado. Si en su vida terrenal siempre se le vio rodeado de gente que lo seguía cual si fuera un profeta, en su vida celestial no tenía por qué pasar algo distinto. Y ahí mismo, en el césped de la plaza, al lado de la piedra donde aparece inscrito su glorioso nombre, en un escenario improvisado, sus amigos del conjunto Cuncumén lo homenajearon con esas tonadas que tanto disfrutaba. También hubo palabras de profundo agradecimiento de Mireya Baltra, ex ministra de Salvador Allende. Luego fue el turno de Rebeca Godoy y su canto comprometido.

Todos, absolutamente todos, eso sí, coincidieron en resaltar su legado, integridad, persistencia e inagotable pasión por el rescate de nuestras tradiciones. Y es que en tiempos donde nada vale y todo vale, más personas como él hacen falta; urge tener muchos más Renés Largos Farías repartidos por la patria toda.

En fin, que el tiempo de la justicia se haga menos Largo…

viernes, 22 de febrero de 2008

El Piojo y las estrellas

Son contadas las veces en que he estado presente en un funeral. O sea, sí he acompañado el cortejo fúnebre de personajes emblemáticos por las calles de Santiago; esos son funerales multitudinarios, con atochamientos, consignas y muchas cámaras de televisión. Pero las despedidas más íntimas, incluso en mi ámbito familiar, han sido escasísimas. Si hay algo que rechazo profundamente es esa magra sensación de vacío y ese hedor propio de la muerte que se impregna por todos los poros cuando veo un cuerpo descender hasta el fondo de la tierra.

Pero ayer hice una excepción. No podía quedar indiferente ante el impacto que me provocó la partida del Piojo Salinas a sus 59 años. Así que partí a la CUT (ahí se encontraba el féretro) bien temprano por la mañana para acompañar a sus familiares y –por qué no decirlo- también para observar qué sucedía en el funeral de un personaje ampliamente reconocido entre sus pares como un pionero, un maestro dentro de su especialidad, pero que terminó su vida míseramente, con una espina que jamás pudo desterrar de su corazón y que sólo unos pocos medios de comunicación tuvieron la entereza de publicar. Conversábamos con un amigo el otro día sobre la conveniencia de morirse en verano para que la prensa haga un alto en su producción habitual y empiece a consignar este tipo de noticias no “vendibles”.

En la CUT yacían estacionadas dos micros para trasladar a quien quisiere homenajear al Piojo en el Parque del Sendero de Maipú. Antes de dirigirse al cementerio, los buses hicieron el último recorrido por sus barrios, la última visita por su humilde morada, el último trayecto por la plaza El Cortijo. Algunos vecinos subieron a la micro rumbo al camposanto; uno de ellos me señaló el pasaje del bar donde Salinas pasaba tardes completas. Su misma hija Yorka me había confirmado que la adicción al alcohol terminó pasándole la cuenta y le provocó la aludida infección hepática.

Ya en el cementerio mismo, y mientras el cuerpo de don Benedicto era transportado a su sepultura final seguido por una fila de rostros apesadumbrados, las guitarras hicieron su aparición. Acto seguido, se multiplicaron las cuecas, las palmas, las voces un tanto atragantadas de la gente y sus incondicionales amigos-discípulos payadores. El Piojo lo había pedido así, no quería llanto ni tristeza; con la música la muerte nunca gana la batalla. Era lo mínimo que merecía alguien que durante su vida –porque después del crimen de su familia, no sé si eso ya se llamó vida- entregó tanta alegría a sus seguidores a través de su canto picaresco y su humor natural, tan propio de aquellos tocados con la varita mágica.

En la hora final, antes que el cajón descendiera, llegó el tiempo de los discursos y las emociones, de los recuerdos y las anécdotas jocosas, de las frustraciones y los dolores. Primero fue su hija Yorka la que rememoró el mayor peso que el Piojo tuvo que cargar: el abominable crimen de su hijo, esposa y cuñada (el caso fue sobreseído en 1993 por la justicia militar). Luego intervino el relator Vladimiro Mimica, un representante del Partido Comunista, dedicatorias musicales emotivas,de parte de Santos Rubio, Alfonso Rubio, Bigote Villalobos, Moisés Chaparro, Nelson Álvarez “El Canela” y Jorge Yáñez, este último conmovido hasta los tuétanos, siempre con lentes oscuros y una pena imposible de disimular. Inclusive habló su ex compañera holandesa Karin (Salinas vivió desde fines de 1986 a 1995 en Holanda) que viajó especialmente desde el Viejo Mundo para brindarle el último adiós. Hasta el Pollo Véliz, fanático del Piojo, llegó hasta Maipú a despedir sus restos mortales.

¿Qué pasaba conmigo en ese instante? Una extraña mezcla entre conformidad y rabia, rabia hacia quienes le destrozaron su vida. Y bueno, la pena normal y entendible de ver desaparecer un cantor, aunque como dijo Jorge Yáñez, sólo muere aquello que se olvida. Pasa que me sentí tranquilo por haber dicho presente y registrar un hecho sin el método periodístico tradicional, sólo con una cámara fotográfica en mano, sin presión por sacar “la” cuña, sin tener un editor que me corrija una palabra; es decir, sólo hecho a través de la observación, redactado en primera persona, bien opinativo y con algunas emociones de por medio. Por eso, larga vida a los blogs. En fin, prosigo.

Ya cuando miles de flores multicolores cayeron sobre su ataúd y los familiares miraban por última vez su rostro antes de hacer la siesta final, por fin se respiró calma. No había asistido mucha gente, pero estaban los que siempre lo siguieron, los que lo admiraron, los que aguantaron sus desvaríos, los que rieron y los que en muy pocas ocasiones lo vieron llorar. El mismo Jorge Yáñez recordaba que el Piojo se resistía a llorar, al menos públicamente. “No lloro de puro maricón que soy”, solía afirmar Salinas cuando lo inquiría Yáñez.

Después de todo, sumando y restando, me retiré con una sensación más agradable que melancólica. Su funeral tuvo tintes de homenaje-recital, hubo instantes festivos, chistes, tallas, aunque también recuerdos incómodos pero necesarios para no atrofiar la memoria. Lo principal es que el canto no estuvo ausente y cuando no está ausente el canto, las despedidas se hacen un poco –sólo un poco- más soportables. Personalmente, creo que los cementerios parques también contribuyen a tolerar ese halo de desesperanza que siempre deja la muerte.

De vuelta a la CUT, me vine con algunos de sus amigos payadores de los ochenta en el bus. Ellos cantaron algunos de sus temas en doble sentido. Y mientras miraba por la ventana pensando en el sino de nuestros cantores populares, escuché decir a uno de los payadores que por fin el Piojo se había “chantado”. Otro sugirió tirarle una petaquita dentro del cajón. Seguramente el Piojo sonrió con la talla, ahora más lejos de nosotros y más cerca de las estrellas.

miércoles, 20 de febrero de 2008

Réquiem por un Piojo

Me permito hacer un breve paréntesis a las crónicas de mi viaje a Argentina, porque la mañana de ayer fue anormal. O sea, fue normal hasta que encendí el computador, visité Emol.com y me enteré del fallecimiento de Benedicto “Piojo” Salinas, víctima de una enfermedad hepática. Un payador de clase excelsa, masivamente no tan reconocido; sí por quienes han seguido de cerca su trayectoria vinculada al canto popular.

No sé por qué cada vez que muere un cantor, algo de mí se remece por dentro. Me sucedió cuando nos dejó intempestivamente el Gato Alquinta, Richard Rojas y muchos otros “imprescindibles”. No me pasa lo mismo con un político muerto (salvo muy honrosas excepciones), ni con un animador, ni menos con un periodista, no sé. Debe ser parte del encanto que tiene el arte, ni idea.

Lo del Piojo Salinas me sobrecogió en particular porque tuve el placer de entrevistarlo junto a Gaby hace poco más de un año, cuando habíamos concluido nuestra tesis sobre las peñas folklóricas en dictadura y decidimos prolongar la investigación para un futuro libro (vamos LOM que se puede).

Entre los testimonios que recogimos, un sinfín de personas vinculada a las peñas destacó la calidad de su trabajo artístico siempre cruzado por el humor y la picardía. Y en tiempos de oscurantismo, donde sacar una sonrisa implicaba un esfuerzo supremo, siguió cautivando a su público tal como lo hacía antes del golpe. Por esto siempre creímos fundamental conseguir ponerlo al frente de nuestra grabadora (o pen drive, para ser más modernos).

Tan tardío encuentro tiene su explicación. La principal es que ni siquiera consultando a las personas e instituciones más ligadas a su arte (léase Jorge Yáñez, Manuel Sánchez, Moisés Chaparro, Sindicato de Folkloristas) pudimos dar con su paradero. Hubo teléfonos de por medio, aproximaciones un tanto difusas de su domicilio, pero no pasaba nada.

La incertidumbre siguió rondando hasta que un hecho puramente fortuito cambió la situación. Un día equis tomé un taxi en la esquina de Independencia con Einstein. Minutos después, le conté sobre nuestro libro al chofer, quien resultó ser el sobrino del Piojo Salinas. ¡Plop! Me explicó no tan claramente cómo llegar a la casa de su tío. Lo cierto era que don Benedicto vivía en la calle Barón de Juras Reales, Conchalí, a la altura de la plaza El Cortijo.

Pasaron los días y esa calurosa tarde estival de 4 de enero de 2007 (todavía en micros amarillas, qué recuerdo) nos bajamos sin saber con qué nos encontraríamos. La cosa es que llegamos a una casita, creo que de madera, con algunas latas, extremadamente modesta, casi como pidiendo clemencia. Y por la puerta –supusimos- asomó él, con su tupida barba blanca y su mirada un tanto perpleja. Le solicitamos la entrevista por tal y tal tema. Esperamos sólo un rato afuera y conversamos en la plaza El Cortijo, pocas cuadras más allá.

Los cuarenta y tantos minutos que duró el encuentro, recuerdo haberme sentido muy consternado. Porque sin conocer su historia al dedillo, con Gaby sabíamos de un detalle estremecedor: en 1986, personal del GOPE entró a su domicilio y asesinó a su esposa, hijo y cuñada, trauma que lo acompáñó hasta el resto de sus días. En ningún momento de la grabación logré apartar de mí un sentimiento de lástima; pude observar su rostro y advertir esa amargura tan propia de las personas que pierden a un ser querido trágicamente.

Por supuesto, sobre aquella jornada macabra no quisimos indagar. Una, por ética profesional y, otra, porque no venía al caso; el asunto era preguntarle sobre las peñas en dictadura, así que simplemente no.

Igual Salinas conservaba ese humor a flor de labio. Echó sus tallas, tiró garabatos, nos contó incluso de un lema muy difundido en las peñas bajo la represión militar (“con la metralleta en la raja, hasta quién no trabaja”). Habló de sus inicios en el conjunto Millaray, su popularidad en la peña Chile Ríe y Canta, su cargo en la Secretaría General de la Presidencia de la República durante el gobierno de la UP, sus clases en la Universidad de Chile y en la UTE de Valdivia y muchas cosas más.

Pero una vez consumado el golpe –nos decía- los buenos tiempos se esfumaron. Y el Piojo se vio obligado a seguir su romería guitarra al hombro con el fin de recaudar esos pesos tan necesarios para la subsistencia. Estuvo en casi todas las peñas post-golpe y comandó el “boom” de la paya durante los años ochenta.

Lo quería dejar para el final, aunque tenía dudas si publicarlo o no, pero don Benedicto luego de la masacre que afectó a su familia se había sumergido en la bebida, sin escapatoria. Por algo costaba tanto ubicarlo en algún domicilio fijo; el dolor lo sobrepasó a tal punto de refugiarse en uno de los más lúgubres caminos. No sé si esto habrá sido la causa de su afección hepática: probablemente sí.

El punto es que tanto en aquella entrevista como la mañana de ayer, me invadió una desazón inexplicable por una persona que vi una sola vez y que se despidió como un anónimo más, como se despiden casi todos los cantores populares en Chile. Ahí es cuando uno cuestiona las injusticias que muchas veces nos tiene deparada la vida. Tal como le pasó al Piojo, quien diseminó tanta alegría en los escenarios y que sin embargo la vida le retribuyó con paupérrimas noticias. De las más horrendas que un ser humano puede recibir y debe soportar.

Al finalizar la mentada entrevista nos contó que en un momento se hastió de la música y decidió regalar los instrumentos a sus hijos. Al poco tiempo, eso sí, desistió y empuñó nuevamente la guitarra: extrañaba los aplausos y el contacto con la gente. Bendito arrepentimiento. Con esto, al menos nos quedó toda la seguridad de que si se fue, lo hizo cantando. Como debe ser.

domingo, 17 de febrero de 2008

El alter espectáculo de Cosquín

Cuando comenzó a urdirse este plan de dármelas de “Perico trepa por Argentina”, el destino escogido fue la Provincia de Córdoba, pero específicamente quería concretar mi sueño de presenciar en vivo y en directo el festival de folklore de Cosquín, el más popular de Argentina en esta especialidad, transmitido a todo el país y que cuenta y ha contado en sus 48 ediciones con los artistas más prestigiosos en el ámbito folklórico.

Algo me habían hablado de que lo importante estaba en las afueras del escenario principal. Por supuesto, a buenas y primeras, no di crédito a tales comentarios o quizás no me convencieron muy bien. La cosa es que el mismo día que llegué a Córdoba compré una entrada para ver a los cantores que se presentaban el jueves 24 de enero, en la que figuraba Raly Barrionuevo, uno de mis preferidos.

Arrimándome por primera vez a Cosquín en la noche inaugural junto a un grupo de grandes amigos que conocí en el hostel de Córdoba, toda la manga de comentarios previos comenzó a hacerme sentido. Lo más asombroso, primero que todo, es que parte de las esquinas de la “capital nacional del folklore” como se le denomina a Cosquín (ese era el eslogan que figuraba en las “remeras” que se vendían en las tiendas y, como todo eslogan, hecho con una intención comercial) llevan el nombre de algún artista connotado. Más impactante es apreciar tamaña cantidad de gente, entre turistas y lugareños, repletando las calles de un pueblo –se me imagina- muy tranquilo durante el resto de las estaciones del año. A eso de las 10 de la noche, la avenida principal de Cosquín –la San Martín- se vuelve intransitable, así que lo más recomendable es llegar por una vía alternativa, si es que se pretende ver de cerca la plaza Próspero Molina, aquella que vio nacer y crecer a cientos de conjuntos y solistas emblemáticos en la escena musical trasandina.

Cada uno de los argentinos que hasta Cosquín se acercan, goza con la música de raíz folklórica. Sorprende, a diferencia de Chile, ver cómo, sin importar la edad, ni si lo hacen bien o mal, y sin ningún tipo de vergüenza, se lanzan a bailar de forma espontánea, sin que uno obligue al otro, porque para ellos es algo natural. Tan natural como llevar el agua caliente para un mate callejero aunque haya 40 grados de calor, tan natural como disfrutar de un asado en familia o expresar abiertamente su adoración a Maradona. Emociona hasta la médula notar cómo los niños y niñas se sienten tan identificados con sus expresiones o cómo una pareja de ancianos con una rebosante sonrisa alzan un pañuelo al viento y danzan al compás de una zamba.

Y es que en Cosquín mandan los espectáculos callejeros. En las inmediaciones de la plaza Próspero Molina –que es algo que jamás había visto: una plaza con graderías donde por las tardes se pueden ver a los artistas ensayando entremedio de unas rejas- la comisión autoriza a instalar distintos escenarios donde se presentan valores emergentes de diferentes rincones del país. La mayoría de ellos comienza a las 7 de la tarde y por ellos desfila una cantidad interminable de grupos, solistas, guitarristas, avezados y otros novatos, que si bien no tienen cabida en el espectáculo principal, igualmente se les da una manito para difundir su propuesta artística. Algunos verdaderamente notables; otros no tanto, como en todos lados. En particular, me impactó una pareja de hermanitos, uno con bombo y el otro guitarra a quien le llamaban “el ángel del folklore”, interpretando “Digo la Telesita”. Algo realmente sobrecogedor. Tal como me impresionó una cantante santafesina de no más de 12 años, con ese desplante tan propio de las argentinas, que denunció un trato abiertamente discriminatorio por parte de los administradores de la peña de Soledad Pastorutti (sí, Soledad, la misma de “Cómo será” o de “El Bahiano”). Resulta que habían invitado a esta niña y a su grupo a integrar la parrilla estelar de la peña y luego estando allá listos para presentarse, los “regentes” de la mentada peña desconocieron el trato; querían dejarlos casi al finalizar el espectáculo y la niña optó por retirarse del lugar. Un punto negro, sin lugar a dudas, pero que la talentosa chica afortunadamente lo puso en conocimiento. Como para tener en cuenta.

No puedo opinar mucho sobre las peñas que se armaron alrededor de la plaza principal, ahí donde está la crème de la crème. Tenía intenciones de ir a la peña del dúo Coplanacu, o a la de los Carabajal, me parecían las más atractivas, pero no se pudo. Por referencias anexas a mi persona, supe que algunos artistas connotados que integran la parrilla del espectáculo principal, luego se pasan a las peñas circundantes y muchos cantan y hacen bailar hasta el amanecer. Artículos que leí en el diario cordobés La Voz del Interior realzan la función que cumplen las peñas en Cosquín, ya que permite observar a los mismos artistas en otra faceta, una más íntima y cercana, donde se puede comer sentado en una mesa cómodamente y sin importar si llueve o no, con luces tenues y no con el resplandor que emana del espectáculo masivo. No tuve la oportunidad de asistir a peñas en Cosquín; sí en Salta y en Purmamarca, pero de eso hablaré en otra columna.

La chacarera, por lejos, es el ritmo que más prende en el corazón de los argentinos. En una de las tantas tarimas que se montan improvisadamente, basta que resuene un bombo, una guitarra y un violín para sacar las manos de los bolsillos y hacer palmas. Y luego, a la calle a bailar. Chicos bailan con chicos, chicas bailan con chicas, abuelos con sus nietos, amigos entre amigos, parejas, casados, da lo mismo. Quizás es por mi visión limitada de turista, pero me da la impresión que el folklore tiene esa cosa en Argentina llamada arraigo popular, elemento que en Chile –creo- estamos a años luz. Hasta a mí que no soy un prodigio en el baile me daban serias ganas de ponerme a zapatear, aunque debo decir que el ridículo estaba asegurado.

Esa misma entrega que ponen en cada paso, en cada zapateo, en cada mirada y en cada chasquido con los dedos tan propio de la chacarera, de repente juega una mala pasada –creo humildemente- para aquellos artistas que interpretan otro tipo de canciones más cercanas a la poesía y pensadas para ser escuchadas con mucha atención y silencio, como algunas milongas o cosas parecidas. Eso lo advertí cuando presencié el espectáculo principal ese día jueves 24. No sé si fue por la lluvia o por la fría noche de aquella jornada que entumeció los ánimos, pero noté al público impaciente por mover el esqueleto al ritmo de una chacarera y no percibí el mismo respeto hacia aquellos cantores que traían otra propuesta, cuyo mensaje era potentísimo. Quizás esa sea la desventaja de que esto sea un festival y no se pueda apreciar de igual forma tantas manifestaciones folklóricas dueñas de una riqueza digna de valorar.

Hay mucho más que contar. Sólo quería hacer un barrido por algunas cosas que me llamaron la atención en las afueras de la plaza Próspero Molina de Cosquín. Pude comprobar en terreno que efectivamente la gracia estaba en los alrededores, lejos de las cámaras y de las luces de un espectáculo que en su condición de festival, tiene mucho de show también.

Como digo, hay muchas cosas pendientes por contar de las “lunas” coscoínas. Ya vienen más.

Poniendo primera

Retomé la cosa del blog, porque ahora que tengo más tiempo, tengo la necesidad de comunicar ideas y experiencias. No sé si alguien estará interesado en leerlas, pero al menos el blog permite dar rienda suelta al brazo (en este caso los dedos y el teclado) y no quedarse dormido en los laureles. Para empezar, voy a tratar de hacer una crónica sobre mi pasado reciente: mi viaje a Argentina que se extendió impensadamente por un mes. Y donde hay muchas cosas de qué hablar.