domingo, 29 de marzo de 2009

Perú vs. Chile: la culpa es de los chovinismos

Ciertos hombres para distinguirse
fabricaron sus escudos y blasones
cual si fuera un loco signo de la vida
numerarse tras un trapo de colores
numerarse tras un trapo de colores…”
(Ciegas banderas, Víctor Heredia)


Cuando los jugadores esgrimen que un partido de fútbol no se asemeja en nada a una guerra, me temo que apuntan exclusivamente al sentido belicoso y devastador del término. Es casi una perogrullada: en una cancha no está en juego el territorio de una nación y quienes participan en ella pueden salir lastimados o malheridos, pero en contadas ocasiones muertos producto de la refriega (salvo en las gradas donde sí tenemos ejemplos macabros en nuestra historia reciente).

Según mi punto de vista, un partido de fútbol parece una guerra no en esa horrorosa arista descrita con antelación, sino en otra, especialmente cuando los contendores son selecciones que representan a un país: un ejército de 11 patriotas -escogidos por ser los más preparados física y mentalmente- que se juegan el honor de dejar en alto tu bandera; guiados por un estratega que debe saber cómo atacar territorio enemigo y cómo defender el propio y que no tiene que dudar cuando sea necesario darle un vuelco a dicha estrategia.

Aunque todo esto sea factible en el terreno de lo simbólico, quizás eso ayude a entender parcialmente por qué en un contexto globalizado en que las identidades parecen diluirse en aras de la uniformidad, el fútbol asome como una instancia catalizadora de estos sentimientos nacionalistas. Claro que cuando se sobredimensionan las perversiones ajenas más que las virtudes propias, derivan inevitablemente en bajezas ideológicas como el chovinismo, la xenofobia, el racismo, etc.

Ideas que por cierto se hacen más patentes en enfrentamientos “clásicos” condimentados por rencillas históricas. Qué decir de un Inglaterra vs. Argentina donde uno, sólo uno, pudo limpiar el orgullo herido y despedazado por una guerra fraticida, a punta de gambetas imparables en 1986.

Por estos motivos cuesta entender cuando a pocas horas de un nuevo “clásico del Pacífico” algunos insistan en separar taxativamente la política del fútbol, como si la primera nunca hubiera sacado réditos del segundo, como si ambos corrieran por rieles separados. Estamos de acuerdo: sea cual sea el resultado de hoy, Chile no devolverá el Huáscar y Perú no desistirá en su demanda marítima en La Haya. Pero es de una ceguera endémica ignorar que en este “clásico” afloran cargas emocionales inevitables que -tratándose de dos países vecinos con traumas históricos difíciles de resolver- sobrepasan con holgura los límites "racionales" y terminan en aversión mutua. Más aún, cuando existe alguna desavenencia en boga.

Se dice reiteradamente que a los niños peruanos desde la cuna le enseñan a odiar todo lo que se relacione con Chile; que sus hombres violaron mujeres en la Guerra del Pacífico, que fueron invasores, algo así como los imperialistas de nuestra sacudida América del Sur. Cierto o no, olvidamos también que, tal vez de una forma más solapada, esa misma historia escrita desde el conservadurismo más recalcitrante es la que ha copado nuestras aulas, reforzando el supuesto “espíritu guerrero” chileno que derramó sangre para vencer a dos pueblos “inferiores”.

La receta, tan útil para ocultar nuestras propias miserias, se replica en el día a día (el dueño del almacén de la esquina que te dice que “hay que bajarlos otra vez del Morro”, el grotesco chiste de un cómico callejero en Plaza de Armas sobre la “invasión” peruana en el centro de Santiago) y se acentúa en campos de batalla virtual como en el fútbol, tiñendo de exaltación patriótica las páginas deportivas.

De una forma mucho más directa, la prensa peruana incurre en descalificaciones baratas que intentan crear una atmósfera beligerante; los jugadores posan en circunspectas fotografías portando atuendos militares para enaltecer la figura de Miguel Grau y sus zagueros dicen que defenderán con cuchillos si es necesario. Del lado chileno -con un tono más inocente pero igual de ofensivo- la obsesión patriotera linda con lo gracioso: en plena portada de La Cuarta, la hockista Tadish Prat -sobrina tataranieta de Arturo Prat y campeona del mundo con las “Marcianitas- se transforma en una voz “autorizada” para opinar sobre este partido. Cosas del fútbol, dicen los entendidos.

Los foros que aparecen en el periodismo digital tampoco dejan espacios para dobleces por el carácter cuasi anónimo e invisible de los internautas. La artillería es pesada: “cholos”, “rotos”, “indios” y un sinnúmero de (des)calificativos que se fortalecen en el imaginario social y que solo contribuyen a mantenernos distantes, aun cuando tenemos muchas más cosas en común que las que nos separan.

Espantado, recordé en otro foro del diario La Nación de Argentina cómo un usuario, refiriéndose a la derrota trasandina ante Chile en octubre pasado, no daba crédito a que su selección hubiese perdido ante “Deportivo Mapuche”, como calificó al combinado chileno adiestrado por Bielsa. ¿Habrán tenido internet a mano los mapuches que viven en la Patagonia argentina y que tienen fuertes lazos con sus hermanos en Chile para sopesar tanta ignorancia junta?

Ah, obvio, quiero que igual ganemos. Mal que mal, soy de una comunidad imaginaria llamada Chile. Si eso ocurre, ojalá no elijamos el camino de la soberbia y podamos celebrar sin enrostrarle nada a los peruanos. Misión difícil. Es cosa de darse una vuelta por los sitios de internet después del partido.