domingo, 11 de abril de 2010

Rolando que vas remando

" (...) Cuando el tema pasa a ser folklórico se pierde el autor, pero pasa ser propiedad del pueblo, entonces Rolando es propiedad del pueblo. Los cabros chicos de kinder bailan 'Doña Javiera Carrera' y no saben quién la escribió, pero la bailan o la cantan. Rolando debe estar contento con eso, o sea, logró el objetivo". (Gabriel Rock, ex integrante del grupo Huiracocha)


L
a serena mirada de la fotografía de portada nos predispone de buena manera a sumergirnos en la vida y obra de uno de los artistas que dejó más huellas en el país y que no obstante hasta ahora había sido relegado a un rol secundario. Tanta información difusa motivó a Manuel Vilches y Carlos Valladares a escribir “Rolando Alarcón, la canción en la noche” (Quimantú), primer intento biográfico sobre el músico chileno, cuyas melodías –recuerdo- solían amenizar los almuerzos familiares de mis tardes infantiles, gracias a un roñoso casete compilatorio.

De ahí en más, la figura de Rolando quedó grabada en mi mente, mucho más que cualquier otro músico de raíz folklórica, pues me parecía que sus canciones eran simples, directas y, sobre todo, fáciles de retener en la memoria. Así también me sucedió con su voz, la que sin ser un prodigio ni mucho menos, tenía un sello personal muy marcado.

Con el tiempo pude saber algo más de su trayectoria como artista, aunque no lo suficiente para hacerme una idea más o menos cabal sobre su real influencia en el espectro musical chileno. Pero para salvación de todos los que nos creemos sus seguidores, muchos de los misterios que rondan su paso por esta tierra quedan resueltos en esta investigación, cuyo principal propósito -señalan los autores- es hacer “un mínimo primer acto de justicia” por su abnegada labor en pos de enaltecer la cultura nacional y latinoamericana.

El libro persigue la misma senda trazada por Alarcón. Posee un estilo de redacción y lenguaje al alcance de todos, para lectores primerizos y no tanto, sin preciosismos ni teorizaciones complejas, tal como la impronta que marcó Rolando en su trabajo artístico: sencillez y cordura en su justa expresión.

En diez capítulos, el texto desnuda las facetas más desconocidas de la vida y obra del cantautor nacional, pero paralelamente devela inéditos pasajes de la historia de la música chilena, por lo cual -creo- se alza como un documento indispensable de consulta para quienes pretenden adentrarse en los misterios de la proyección folklórica, el Neofolklore y la Nueva Canción Chilena.

Su incursión en estos tres movimientos no deja lugar a dobles lecturas y así queda de manifiesto en el estudio: Rolando Alarcón es, sin duda, uno de los pilares de la música nacional, aunque muy pocos se hayan preocupado de relevarlo al lugar que corresponde.

En términos de contenido, el libro -para mi gusto- tiene varios méritos que vale la pena consignar, porque si bien hace una cerrada defensa del legado del cantautor, no evade los temas más conflictivos que marcaron a fuego su carrera artística. Y aunque casi tres cuartas partes de la investigación abordan al Rolando “músico profesional” (principalmente a partir del tercer capítulo) lo cierto es que su vocación de profesor cruza todo el desarrollo del libro. Así se puede observar no solo en las salas donde hizo clases, sino también en sus composiciones, en su forma de establecer relaciones sociales y, en general, en su manera de entender la vida.

Parte importante de esa vocación pedagógica despertó en su paso por la Escuela Normal de Chillán, experiencia descrita minuciosamente a través de testimonios de compañeros y familiares. Ahí también se mencionan sus primeras afinidades con la música, que incluía una sorprendente y (para mí) anónima aptitud como pianista.

Señala más adelante el texto que por estar “en la terna superior del curso” en la Normal chillaneja, Alarcón fue facultado para elegir libremente donde ejercer como profesor. Escogió Santiago y no se equivocó, porque la Escuela 62 de calle Buzeta 669 (actual comuna de Cerrillos) le obsequió incontables alegrías.

A propósito de eso, en mi opinión, el libro acierta en recurrir a anécdotas que hacen incluso más distendido el relato, como aquella en que una apoderada reclamó acaloradamente contra los profesores de la escuela porque vendían “pollos en la Estación Central”: durante algún tiempo Rolando -paralelo a su labor de profesor- había conseguido un puesto de vendedor en la empresa Codipra para generar ingresos extras.

Es en este colegio donde sus cualidades humanas y su efectivo método de enseñanza musical (había sido designado “dedocráticamente” por el director como profesor especializado de música, reseña el libro) son motivo de elogiosos comentarios, tal como lo recuerdan quienes compartieron con él. Casi de forma unánime los testimonios describen su capacidad para concitar la atención de los alumnos y también, por qué no decirlo, algunos de sus arrebatos que, sin embargo, no lograron eclipsar sus virtudes, mucho más expuestas en éste, su libro biográfico.

Como decía anteriormente, a partir del tercer capítulo se descubren sus primeros pasos como músico hecho y derecho desde su participación en el grupo Cuncumén. Sobresale por cierto una exploración hemerográfica contundente y un cúmulo de citas de entrevistados que contribuye a recrear una imagen mucho más nítida de sus intereses musicales. Siguiendo esta idea (y en lo que me parece otro aporte significativo, ahora en términos técnicos), en algunos pasajes el texto entrega distintas versiones sobre un mismo hecho, lo cual a mi juicio denota cierta precaución en los autores para no dejar al libre albedrío la fragilidad que experimenta la memoria para traer a colación recuerdos tan lejanos.

Un repaso puntilloso sobre la fortuita conformación del conjunto Cuncumén (donde Rolando asumió como director) luego de un viaje en 1953 al Cuarto Festival Mundial de las Juventudes en Bucarest es el punto de partida para una serie de valiosas minihistorias, que desconozco si estarán relatadas en otras publicaciones. Las supuestas diferencias “sociales” entre el Cuncumén y el Millaray; la gira al sur junto a Violeta, Angel e Isabel Parra que fue interrumpida por el terremoto de 1960 (donde aparecen elocuentes testimonios que se asemejan irónicamente con la tragedia reciente) y la explicable ira de Rolando por la malintencionada inscripción del nombre “Cuncumén” de otro de sus integrantes son algunos de los subtemas que merecen especial atención, entre tantos otros.

Ya con varios discos a su haber con el Cuncumén (más otro grabado en solitario para el sello Folkways en Estados Unidos), Rolando decidió vencer el pudor de mostrar sus propias composiciones e inició su camino como solista.

Luego, explica el libro, no tuvo inconvenientes para tender puentes con los intérpretes del Neofolklore; es más, muchos de los temas de Alarcón serán parte de los repertorios de Las Cuatro Brujas y Los Cuatro Cuartos, dos de los grupos más emblemáticos del movimiento. Y es que a pesar de ya manifestar una posición política concreta, la intolerancia estaba muy lejos de ser un rasgo típico de su personalidad.

Precisamente uno de los primeros trances que debió afrontar Alarcón pasó por una de sus canciones, grabada por Las Cuatro Brujas. Se trataba de “¿Adónde vas, soldado?”, una refalosa pacifista (compuesta en tiempos de las invasiones estadounidenses a Vietnam) que no obstante derivó en alocadas “municiones” de un lado para otro. Bien vale la pena repasar esta disputa que concluyó de la manera más impensada y jocosa.

Dos de las peñas más renombradas de los 60 ocupan un lugar preferencial en el relato: la peña de los Parra y Chile Ríe y Canta. Las diferencias entre las dos propuestas eran notorias por el tipo de público que asistía y sus elencos artísticos, pero al autor de “Si somos americanos” poco le importaba. Nunca se hizo problemas para presentarse indistintamente en ambos recintos, dejando en claro su espíritu pragmático y carente de dogmatismo.

Esta etapa ya coincide con su primer disco solista y aquí comienza a perfilarse como uno de los compositores más identificados con lo que luego se etiquetó como Nueva Canción Chilena, cuyo epicentro sería la peña de los Parra. Si alguien osa cuestionar la importancia de la casona de calle Carmen (cuya fachada hoy está demolida), Angel Parra se encarga de defenderla con contundentes testimonios, en otro de los instantes luminosos del libro.

La investigación prosigue regalándonos sabrosas anécdotas como el “coprolálico” encuentro de Alarcón con Violeta Parra en La Reina. Y aunque a esta altura, el maestro normalista empieza a acumular aplausos por su segundo disco (donde se reafirman sus ideas americanistas), también padece otra desventura en el circuito como la censura que sufrió su canción “Se olvidaron de la patria” bajo el gobierno de Frei Montalva.

Ya está dicho: Rolando no era un hombre particularmente “elitista” y, tal como lo refrenda el libro, buscaba imprimir a todas sus canciones su sello pedagógico. Por eso no tuvo ningún “inconveniente ideológico” para abrirse paso en un escenario tan masivo como el Festival de Viña del Mar con “Niña, sube a la lancha”. En algunas líneas, Nano Acevedo aprueba la flexibilidad del creador de "Mocito que vas remando", esgrimiendo que al “enemigo” había que ganarle “por dentro”.

Dicha búsqueda de masividad le permitió abrazar los ritmos de moda, sin que por ello olvidara la raíz folklórica. Dos temas “go-go” en su tercer disco le valieron reparos hasta de sus compañeros músicos como Patricio Manns, pero nada de esto mermó la intención de innovar en su repertorio; recogió algunas canciones de la Guerra Civil Española y grabó una nueva producción ahora con una casa discográfica de su propiedad (Sello Tiempo), decisión que habría incidido -declaran muchos entrevistados-en la dificultad para localizar sus trabajos.

A la par con la efervescencia política de entonces, el libro muestra a un Rolando mucho más explícito en su posición ideológica. Se trasluce en sus nuevos discos, se palpa en sus discursos. Y como el texto no descuida detalles, nuevamente abre la puerta para explorar “pildoritas” que no solo tienen que ver con Alarcón, sino con la música chilena en general. Así, se vuelve casi obligatorio echar un vistazo por los entretelones del Primer Festival de la Nueva Canción Chilena, organizado por el gran Ricardo García.

Poco antes de la asunción de Allende, Rolando concretó vastas actividades. Tras ganar en Viña con “El hombre” consiguió ser invitado al Festival de Cosquín, donde, como bien señala el texto, los artistas extranjeros cumplían un rol “casi decorativo”, igual que hoy. Interesante también es notar con qué energía participó en el mítico Tren de la Cultura, ya con la Unidad Popular en el poder. Pero no todo era color de rosa para él ni para sus amigos más entrañables. Especialmente para uno, Pedro Messone, quien cuenta en el libro de una gran batahola en el Segundo Festival de la Nueva Canción Chilena, donde él salió muy perjudicado. Acostumbrado a primar la amistad por sobre todas las cosas, Rolando acudió en ayuda de su “admirado compañero de ruta”, según consigna el texto.

Pero si ese episodio había afectado en demasía al compositor de “Doña Javiera Carrera”, el que vendría posteriormente llegaría a límites insospechados. El libro trata este tema controversial con suma delicadeza, sin caer en el sensacionalismo y con una mirada crítica sobre ciertas actitudes partidistas. Se trata de la injuriosa noticia aparecida en uno de los diarios de oposición a Allende donde se difundió groseramente la orientación sexual de Alarcón. El asunto es polémico, sin duda, y el recato de los entrevistados es fiel prueba de la incomodidad.

En ese sentido, los autores describen una “nebulosa” en torno a la militancia o no del profesor primario en el Partido Comunista. Entre tanta aseveración, surge una muy potente: en un caso de extrema “rigidez valórica” -como dice el texto- Rolando habría sido impedido de ingresar al PC por su condición homosexual. Algunos lo desmienten y otros lo insinúan, pero una cita muy oportuna extraída de las memorias del dirigente comunista Luis Corvalán deja entrever que efectivamente su colectividad incurrió en actos discriminatorios hacia Alarcón.

En plena época de la UP, además, era normal que se cayera en descalificaciones de un bando hacia otro, y en muchos pasajes el libro evidencia este ambiente enrarecido, principalmente por los ácidos comentarios de la prensa opositora a las presentaciones y nuevos discos de Alarcón.

Siempre entusiasta, Rolando participó activamente de las giras de Chile Ríe y Canta por todo el país lideradas por René Largo Farías. Pero aquel verano de 1973 pretendía restarse. No se sentía para nada bien de su estómago. Una úlcera amenazaba con amargar su estadía en el norte de Chile, afección que nunca se esmeró en comentar a su círculo íntimo, señala el libro en su penúltimo capítulo. Le “cargaba” ir al médico, expresan otras voces.

Como en tantos momentos de su vida, la voluntad le ganó el pulso al dolor físico e igualmente se sumó a la nómina de viajeros, aunque esta vez el retorno a Santiago le traería la peor de todas las sorpresas.

Era el principio del fin de la vida de Rolando, cuya “absurda” muerte en el Hospital Salvador produjo (como era de esperar con una figura deslumbrante de la cultura chilena) conmoción en el país, salvo para algún sector de la prensa odiosa que festinó sin tapujos el trágico hecho. El libro da a entender que el repentino deceso pudo “evitarse” de no mediar su extrema discreción a la hora de tratar su enfermedad, originada -según sus cercanos- por su agitada vida social, que le demandó un gasto colosal de energía en todo lo que emprendió con su voz y guitarra comprometida.

No obstante su temprana desaparición a los 43 años, las canciones de Rolando siguieron su propia senda y muchas de ellas forman parte del patrimonio musical chileno. La primera gran biografía del “padre de la ternura” (como lo describe Osvaldo Torres) se comporta a la altura del homenajeado. Para que nunca más alguien se atreva a ignorar su semilla fecunda como músico, profesor y ser humano.